La Iglesia Católica es Esposa de Cristo, Su Cuerpo Místico, dispensadora de gracias y signo de salvación, de eso no hay duda. Aun así, sus miembros no manifiestan plenamente la santidad que tiene y comunica. La concupiscencia y la libertad humana siguen haciendo del interior de cada uno un lugar de lucha donde, por desgracia, a veces triunfan los desórdenes. De este modo, muchos de los hijos de la Iglesia, sean jerárquicos o laicos, acaban actuando no como adoradores del Padre, sino como idólatras que anteponen por encima de todo la búsqueda del poder, del tener y del placer. Las tentaciones que Jesús venció en el desierto continúan presentándose diariamente a cada discípulo.

Es de dejarse seducir por la falsa idea de que vale la pena perseguir el poder, la posesión y el placer como fines en sí mismos que nacen situaciones catastróficas de comportamiento abusivo dentro del ámbito eclesiástico.

Afortunadamente, en las últimas décadas ha habido muchos escándalos sobre abusos en la Iglesia. De ninguna manera debemos regocijarnos de que los abusos sean una realidad, lo bueno es que toda esta podredumbre ya no se silencia ni se ignora, al fin y al cabo, solo se trata de tomar las riendas de la situación, darle el nombre correcto a cada realidad y enfrentar la hechos que pueden ser transformados.

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​ El momento actual es fundamental para que los abusos ya cometidos se reparen con las víctimas, que se investiguen los casos sospechosos, que se castigue a los abusadores y que nazca una nueva mentalidad donde la prevención y lucha contra los abusos son prioridades y se hacen realidad.